Toda lucha social o política conlleva a su vez una lucha por la palabra, por imponer mensajes y conceptos propios. En esta medida, en las décadas pasadas no sólo hemos perdido espacio político y social, sino también ideológico. El capital y el poder han impuesto sus discursos y muchos sectores los han hecho propios. Pero dejarse robar la palabra es apostar por perder.
Eduardo Galeano en su poema «Los nadies» ha hablado de algo de esto: «Los nadies: los ningunos, los ninguneados. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número».
Los ingresos de los 500 individuos más ricos del planeta son similares a los de los 500 millones de personas más pobres. El principio de los vasos comunicantes de Arquímedes es aplicable también a las ciencias sociales: cuanta más riqueza acaparan los unos, más se extiende la pobreza entre el resto de la población. Existen ricos porque existen pobres... Por eso, pretender combatir la pobreza sin luchar contra la riqueza es un esfuerzo inútil.
Los intereses de quienes tienen el poder y las riquezas y los de quienes carecen de lo anterior no son sólo diferentes, sino opuestos, antagónicos. Ni formamos parte del mismo equipo ni remamos todos en el mismo barco. Las clases sociales no son una reliquia histórica. Siguen existiendo y es la lucha entre ellas y de los sectores populares contra sus opresores la que dibuja el curso de la historia. En un mundo tremendamente desigual, el consenso no puede ser la vía a seguir. Para conseguir que la justicia, la libertad y la democracia atraviesen todos los ámbitos de la vida social la pelea es inevitable.
Los patrones no son «empleadores», sino explotadores. Su objetivo no es crear empleo, sino obtener beneficios. En esa misma medida, la clase trabajadora no es tampoco «un agente social que participa en el proceso productivo», sino alguien a quien se roba la plusvalía y se margina en su trabajo. Pero los trabajadores y trabajadoras no somos «recursos humanos», sino personas. Ni somos ni queremos ser algo equiparable a las máquinas o los créditos bancarios. Por eso, los directores de recursos humanos debieran de seguir llamándose «jefes de personal». Así las cosas estarían más claras.
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Post de Sabino Cuadra Lasarte, en Berriak Egunkaria
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